Anoche asistí a una estupenda velada de boxeo. Ya sabéis, ese deporte que se inventó viendo a los canguros partirse el hocico. Era una velada benéfica a favor de una discapacidad y los púgiles eran jóvenes aficionados que, deseaban dejar en un alto pedestal a sus respectivos gimnasios. Y todo muy bien, buena organización, buena asistencia de publico y como era de prever en un deporte de caballeros y de honor, un comportamiento intachable de los familiares de los imberbe púgiles (Que esto no es futbol base donde a los padres se les va la pinza)
Nunca me he escondido sobre mi gran afición al boxeo, pero más allá de mis pinitos en el ejercito cuando pertenecía a la policía militar; creo que tenía mucho tiempo libre. Nunca se me ocurrió, ni se me ocurriría subirme al cuadrilátero. Creo que hay que tener muchos reaños y no es que no los tenga, pero nunca pensé en intentar golpear a otro humano sin motivo y mucho menos que quisieran golpearme a mi con lo simpatiquete que soy. Además y otro motivo de peso o de tamaño, es la nariz que heredo de familia, y sí algo sé del boxeo es que, la primera piña que te dan, es en la tocha.
Bueno, pues la cosa es la siguiente y el motivo de estas palabras tan bien hiladas, como ya es característico en mi (Aplausos en mi mente) Pues todo iba de puta madre hasta que se subió al ring, una persona que me importa y a la que quiero con locura (No diré más, cotillas) en ese momento todo cambió. Los asaltos a tres minutos se me hicieron interminables. Mi cuerpo parecía que había olvidado lo que era respirar, una estúpida pero lógica angustia invadió mi mente, mis nervios —¿Pero si este deporte me vuelve loco? —me preguntaba una y otra vez. Esa persona tan importante “for me” (No pensaríais que hablo un solo idioma) lo estaba haciendo de putísima madre, pero me daba igual, lo único que quería es que todo terminara y poder dejar de sentirme como Adrian, la esposa de Rocky Balboa. Las arengas de los generales, cada uno desde su rincón, eran perfectas estrategias de combate que, a mí a lo único que me sonaban era a ¡Mátalo, mátalo! Cada golpe de campana era otro toque de corneta que marcaba ¡A la carga! El sonido del cuero de los guantes impactar contra la piel, eran cañonazos en mi alma, los segundos no pasaban, al contrario que mi vida que, iba consumiendo años al ritmo del brote de su sudor y notaba como mi piel se arrugaba, se acartonaba ante el espectáculo de honor y caballerosidad.
El resultado de la contienda, victoria para uno, derrota para mí. No sabía antes del primer toque de la maldita campana que, ocurriera lo que ocurriera en aquel cuadrilátero, fuera cual fuese el resultado, se inclinara la victoria hacia el rincón rojo o hacia el rincón azul, que yo sería el derrotado.
El boxeo, que gran espectáculo. Un deporte de honor, de coraje, de mucho trabajo, de mucho orgullo, eso es inapelable, algo que esa persona, dueña de parte de mi corazón, demostró tener mucho.
El boxeo, que gran sufrimiento para amigos y familiares de los púgiles.
¿Qué, sí volvería a ir a verlo? Por supuesto, por mucho que mi alma sufra, no puede estar el caballero sin su escudero ¿Y no somos eso? Los que asistimos a esta clase de eventos; los fuertes escuderos de los valientes.
PD: Tampoco me importaría que se pasara al Ajedrez.
Añadir comentario
Comentarios